-¡Seres de la luz, los invoco para que caigan sobre lo que no tiene color, sobre lo que permanece sin vida ante nuestros ojos y le den su verdadera apariencia!
Después de esto, su voz habló la lengua de los antiguos, de los iniciadores de la Orden de Ábula. Entonces, las estrellas soltaron destellos que traspasaron las nubes y llegaron de centenares hasta el lugar donde había vacío. El brillo cayó como pinceladas sobre la casa, y de a poco, empezó a quedar al descubierto una puerta, una ventana, un balcón, hasta que todo el lugar quedo visible.
El hada, el puma y la hechicera entraron y fueron derecho hacia la puerta del sótano. La hallaron cubierta de una hiedra de troncos gruesos. Con sus filosos dientes el puma tiró de las ramas, y logró quitar una buena parte, pero inmediatamente, la planta creció más y más hacia ellas, como si fueran brazos de gigantes. Tina se aferró a uno de los troncos para evitar que lastimara al puma (Ada convertida en animal ya había sido herida una vez, y temía que si volviera a pasarle no pudiera curarla). Los troncos tenían pequeñas espinillas que se le clavaron en su mano y en su brazo, su sangre empezó a correr y las hojas se cubrieron de rojo. La planta, como se alimentaba de la maldad, la pureza y la bondad del hada pudo detenerla. Su sangre corrió y la hiedra comenzó a secarse.
La puerta quedó libre. Bajaron con cuidado. La enredadera había cubierto la escalera, y si bien parecía muerta, había algunas ramitas aún moviéndose.
Todo estaba oscuro.

Tina batió sus alas y despejó el aire. Encendió unas velas que encontró y al mirar hacia el techo vieron a Victoria colgada de sus muñecas. El hada voló hacia su rostro, agitó más fuertes sus alas cerca de el y frotó con sus manos un polvito mágico en su pecho, pero Victoria no se movió; acercó su oído a su boca y no oyó ningún sonido.
-Ya no respira- dijo con desconsuelo.
Ada lanzó un gruñido desgarrador. Ámbar con furia movió su varita en el piso y dejó al descubierto la tierra sepulcral que ocultaban las maderas, escarbó con sus manos y la enterró en lo profundo; Se arrodilló, alzó sus brazos y dijo: – Yo, hija de Brisa, heredera de la orden de Ábula, guía espiritual de Prisia, les ordenó a los seres de la noche, a las matronas de la muerte que se alejen de Victoria. Si se llevan esta alma a sus profundidades, no descansaré hasta que la luz invada cada uno de sus recovecos y ya no habrá vida y muerte. Todo será un único tiempo. Nuestro tiempo.
Como si hubiera amenazado al mismísimo Demonio, todo empezó a temblar. La negrura se hizo más espesa y la puerta estaba a punto de cerrarse cuando entró Arturo cargando a Octavio incosciente en uno de sus hombros.
Bajó las escaleras y lo dejó debajo del cuerpo de Victoria. Octavio despertó y al verla la tomó de sus piernas e intentó bajarla, pero no le fue posible. No se dio porvencido, y volvió a intentarlo una, dos, tres, diez veces, hasta que quedó exhausto. El edificio empezaba a derrumbarse a su alrededor, las mujeres unieron sus manos a las de Arturo. Octavio empezó a llorar. Las lágrimas que provenían de su corazón cayeron al piso a través de los pies de Victoria. Las gotas comenzaron a juntarse, a buscarse, se unían como eslabones de una cadena que se iba haciendo más y más extensa, hasta que se enredó a los cuerpos de los dos jóvenes para unirlos. El calor del cuerpo de Octavio y su dolor fue suficiente para espantar la oscuridad del corazón de Victoria, para derretir la frialdad de la muerte. Una luz nació del alma de él al alma de ella. Los cerrojos que la aprisionaban se derritieron y Victoria cayó en sus brazos. Octavio la cubrió de besos. Ella abrió los ojos y comprendió que el amor de él la había salvado.