sábado, 22 de diciembre de 2007

PLANES CRUZADOS CAPITULO 45

Laura cuando terminó el secundario comenzó sus estudios para la carrera de Arquitectura. Su familia no tenía un pasar adquisitivo demasiado holgado, así que antes de decidirse a estudiar esa carrera se embarcó en la búsqueda de un trabajo fuera del ámbito familiar que le permitiera costearla.
Toda su adolescencia había ayudado a su madre en el bar de la familia, así que tenía suficiente experiencia en la atención al público, sus estudios de dibujo y la experiencia que le había trasmitido su abuelo, un amante y un gran autodidacta de la pintura, le valieron para hallar un puesto como vendedora en una casa de antigüedades. También su manejo del italiano como si fuera se lengua materna y su fluido inglés, le jugaron a favor para que el dueño en poco tiempo la dejara como encargada del local.
Edmundo Bomplan era un gran conocedor del arte, enseguida tuvo buena química con Laura y decidió tomarla como discípula. Ella era una buena empleada, pero quería que supiera como él, distinguir una obra verdadera de una falsa, y poco a poco, Laura fue haciéndose una gran experta.
Trabajaba medio día en el local y por la tarde visitaba colecciones privadas o galerías donde pudiera adquirir material para el negocio. Bomplan no le exigía que cumpliera un horario, así que tenía posibilidades de trabajar y estudiar sin dificultad.
En su segundo año de la facultad se inscribió en un seminario sobre arquitectura medieval. Era un seminario nuevo, dictado por un alumno del último año especializado en ese tema. Le habían dado muy buenas referencias de él, así que decidió tomar el curso.
El primer día llegó tarde, y nunca pudo olvidarse de la mirada celeste y cristalina que la recorrió de arriba a bajo cuando pasó la puerta del aula y se deshizo en disculpas por su impuntualidad. Su profesor, Roberto Vallejos, la disculpó, pero ella sintió que durante la clase el no le había sacado los ojos de encima y ella no había podido levantar su mirada del cuaderno donde tomaba sus apuntes. Cuando terminó el horario y todos firmaron el presente, Vallejos los despidió de pie apoyado en su escritorio. Laura para salir tuvo que pasar delante de él, entonces Roberto la tomó del brazo, y le recomendó que no se perdiera el comienzo de la clase siguiente porque iba a traer imágenes para proyectar.
Cuando él la tocó, Laura, sintió un escalofrío en todo el cuerpo.
Recordó que durante la semana que hubo entre una clase y la siguiente se la pasó pensando en su profesor, en sus ojos maravillosos, en su pelo, en su voz. Para el siguiente encuentro se apuró tanto para no llegar tarde, que cuando entró al aula no había nadie todavía. Después fueron llegando uno o dos alumnos antes de que el profesor atravesara la puerta cargando el proyector, los libros, las imágenes y colgado del cuello su bolso de cuero.
Detrás de él venía una chica con la pantalla. Mientras acomodaban las cosas, Laura notó que estaban muy próximos, hasta le había parecido que en algún momento se habían rozado, como prodigándose un cariño. Otra compañera le había dicho que era su novia, y que también era alumna del último año de la carrera.
Una tarde, ella estaba en la parte de atrás de la tienda de antigüedades, cuando oyó la campanilla de la puerta indicando una visita. Le pidió a otra chica que atendiera. Por la conversación que tenían con la empleada, se dio cuenta que se trataba de una pareja que buscaba cosas para decorar su futura casa. La que hablaba, pedía y preguntaba era la chica, pero cuando hubo que negociar el precio oyó la voz del varón que la acompañaba y se le sobresaltó el corazón. Era la voz de Roberto. No se animó a espiar, dejó que siguieran con la compra, y cuando se fueron, salió y miro la factura, necesitaba corroborarlo: sí, la factura había sido hecha a nombre de Roberto Vallejos.
Desilusionada por la promesa de un amor que en realidad sólo estaba en su imaginación, se volcó cada vez más al estudio y al trabajo. Cuando Laura se convenció de que lo que sentía por Roberto era algo platónico no sintió más vergüenza de enfrentar su mirada, de tomar la palabra en clase, o de faltar si era necesario, o de llegar tarde.
Para el final del seminario debían escribir una monografía, cuando Roberto le devolvió a Laura la suya, le indicó que en la última página encontraría su nota y las correcciones. Cuando las leyó, descubrió que al final había puesto su teléfono y le decía: “Llamame, me volves loco”. Los rumores sobre su casamiento se habían hecho fuertes. Laura rompió la hoja y trató del olvidarse de él.
Pero olvidar a Roberto era imposible, él no dejaba que lo olviden.

1 comentario:

Donato dijo...

Muy bien escrito, che. Una sorpresa este blog.